Cayó al suelo desesperada por el dolor. Gritó pidiendo ayuda durante varios minutos mientras daba vueltas, se retorcía y lloraba inconsolablemente.
No sabía qué le había echado aquel hombre sobre su rostro ni por qué, solo presentía que le cambiaría la vida para siempre.
Hoy, Esther es una víctima más de violencia que espera justicia en una sociedad machista y negligente. El 27 de julio del 2011 Esther Jiménez, una joven de 28 años y madre de tres hijos, se levantó muy contenta porque estrenaba muebles.
Había ahorrado durante varios meses para comprarlos.
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Después de disfrutarlos se vistió "bonita", se delineó los ojos y usó su labial favorito para ir a trabajar. Dejó a sus hijos en casa, como de costumbre, después de comer.
Aquel día, que recuerda cada minuto de su vida, llegó temprano a la Cafetería La Rotonda, donde trabajaba.
El dueño salió. Atendió a varios clientes y luego de unas horas recibió la visita mortal: un hombre de tez morena, alto, corpulento y con ojos saltones, de aproximadamente 27 años.
Iba y venía de un lado a otro, como si estuviera nervioso, con un vaso cervecero en la mano. Ella pensó que era un cliente y le sonrió.
- Hola ¿En qué te puedo ayudar? -le dijo la joven mulata de pelo corto y ojos grandes. El joven se sentó frente a la barra, mientras movía el vaso con la mano izquierda y la miraba de reojo.
- ¡Esto te lo mandaron! -respondió un segundo antes de acercarse a ella y rociar su rostro, pecho y brazos con ácido del diablo. Y huyó.
Esther recuerda que quedó tirada revolviéndose por el ardor. No supo lo que le pasaba hasta que vio sus quemaduras y se desmayó.
- ¡Esto te lo mandaron! -respondió un segundo antes de acercarse a ella y rociar su rostro, pecho y brazos con ácido del diablo. Y huyó.
Esther recuerda que quedó tirada revolviéndose por el ardor. No supo lo que le pasaba hasta que vio sus quemaduras y se desmayó.